lunes, 6 de agosto de 2012

Anoche tuve un sueño…



La mayoría del tiempo los recuerdo, pero me pasa que no me gusta mucho hacerlo, pues me queda la pregunta dando vuelta, la pregunta de si se trata de manifestaciones de una ausencia en la presencia; de experiencias vividas en primera o en tercera persona; si se trata de mi inconsciente... 

El de anoche fue, una vez más, muy extraño; experiencias de colores, sonidos, objetos, personas desconocidas. Aún lo tengo fresco en mi cabeza, y tengo también algo de tiempo así que lo compartiré con ustedes a modo de cuento… o eso espero que resulte. A ver si me pueden ayudar a definir si fue sueño o pesadilla; a ver si me pueden a ayudar a indagar, en realidad, de qué se trató. Lo llamaré, “Ritmos del hospital”. Y a su protagonista, aunque anoche no tenía nombre, la llamaré Agustina.


Ritmos del hospital

El reloj marcaba las once de la noche y Agustina seguía en el hospital. Sus tacones golpeaban las blancas cerámicas de la Unidad de Cuidados Intensivos como siguiendo las cuentas de un viejo denario; con golpes exactos, simétricos, que se perdían y volvían por los intrincados laberintos de aquel arcaico recinto asistencial. No podía fumar. Se mordía las uñas. El labial rojo se perdía entre las excrecencias del mismo color. Su falda negra, escalando por sus largas piernas y llevando el ritmo, se sumaba al festín de sus tacones, que desafiaban la gravedad y la parsimonia de aquellos sobrios pasillos.  La noche, cada vez más oscura, sigilosa, se acercaba  también cadenciosa como gozando de aquella armonía, en avenencia casi fraterna y confidencial.

Amanecía. El sol repuntaba vivaz tras las oscuras cortinas. El canto de los pájaros señalaba que sería un sensato día de verano. En él, los tacones de Agustina seguían su proeza, pero ya perdiéndose entre los entusiastas zancos de médicos y enfermeros. La vida seguía su curso, y ella obligaba a perder el protagonismo que en la noche gozaron.

A media tarde desaparecían, desaparecían entre eufóricas pisadas. No había modo de alcanzar nota alguna, ni siquiera un ávido violín interpretando la más codiciosa composición en semigarrapatea… pero entre la multitud, seguían los tacones de Agustina marcando el tic tac, el denario.

No alcanzó a haber otra noche, no pudo lograr otro solo de hospital. Agustina, sin quererlo, con lágrimas negras en sus mejillas, sin uñas y sin labial, pero con los tacos bien puestos, abandonó aquel lugar; sin haberse enterado de la interpretación armoniosa de las que fueron testigos unas viejas paredes blancas, y unos agonizantes cuerpos de amigos.

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