La mayoría
del tiempo los recuerdo, pero me pasa que no me gusta mucho hacerlo, pues me
queda la pregunta dando vuelta, la pregunta de si se trata de manifestaciones
de una ausencia en la presencia; de experiencias vividas en primera o en
tercera persona; si se trata de mi inconsciente...
El de anoche
fue, una vez más, muy extraño; experiencias de colores, sonidos, objetos,
personas desconocidas. Aún lo tengo fresco en mi cabeza, y tengo también algo
de tiempo así que lo compartiré con ustedes a modo de cuento… o eso espero que
resulte. A ver si me pueden ayudar a definir si fue sueño o pesadilla; a ver si
me pueden a ayudar a indagar, en realidad, de qué se trató. Lo llamaré, “Ritmos
del hospital”. Y a su protagonista, aunque anoche no tenía nombre, la llamaré
Agustina.
Ritmos del hospital
El reloj
marcaba las once de la noche y Agustina seguía en el hospital. Sus tacones
golpeaban las blancas cerámicas de la Unidad de Cuidados Intensivos como
siguiendo las cuentas de un viejo denario; con golpes exactos, simétricos, que
se perdían y volvían por los intrincados laberintos de aquel arcaico recinto
asistencial. No podía fumar. Se mordía las uñas. El labial rojo se perdía entre las excrecencias del mismo color. Su
falda negra, escalando por sus largas piernas y llevando el ritmo, se sumaba al
festín de sus tacones, que desafiaban la gravedad y la parsimonia de aquellos
sobrios pasillos. La noche, cada vez más
oscura, sigilosa, se acercaba también
cadenciosa como gozando de aquella armonía, en avenencia casi fraterna y
confidencial.
Amanecía. El
sol repuntaba vivaz tras las oscuras cortinas. El canto de los pájaros señalaba que
sería un sensato día de verano. En él, los tacones de Agustina seguían su
proeza, pero ya perdiéndose entre los entusiastas zancos de médicos y
enfermeros. La vida seguía su curso, y ella obligaba a perder el protagonismo
que en la noche gozaron.
A media tarde
desaparecían, desaparecían entre eufóricas pisadas. No había modo de alcanzar nota
alguna, ni siquiera un ávido violín interpretando la más codiciosa composición
en semigarrapatea… pero entre la multitud, seguían los tacones de Agustina
marcando el tic tac, el denario.
No alcanzó a
haber otra noche, no pudo lograr otro solo de hospital. Agustina, sin quererlo,
con lágrimas negras en sus mejillas, sin uñas y sin labial, pero con los tacos bien puestos, abandonó aquel lugar; sin
haberse enterado de la interpretación armoniosa de las que fueron testigos unas
viejas paredes blancas, y unos agonizantes cuerpos de amigos.
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