miércoles, 15 de agosto de 2012

Érase una vez un viaje… veintitrés.


Hace algunos años hice un viaje, un viaje a estudiar un doctorado al otro lado del charco, con el Negro y nuestro, entonces, pequeño y único hijo. La verdad es que en ese momento teníamos trabajo seguro, con remuneraciones más que suficientes para un matrimonio de vida sobria, del centro de Santiago, pero… pero… algo nos faltaba. La excusa fue el estudio, que igual nos gustaba, pero también la necesidad de cambiar de rumbo, romper los patrones, viajar… inventarnos de nuevo nos motivaba íntimamente, aunque no lo dijéramos en voz alta. Quizá no estaba tan claro en ese momento, pero ahora ya con el camino recorrido, miro hacia atrás y veo que el tema de la autonomía, nos hacía mucho sentido.

Sapere Aude, decían los filósofos modernos, Atrévete a saber; con lo cual no nos invitan a realizar doctorados o a estudiar múltiples carreras (aunque algunos lo entiendan así), sino a abrir la mente, de tal forma, de llegar a hacernos cargo de nosotros mismos, de avanzar hacia la mayoría de edad, de tomar las riendas de nuestra propia vida, de ser autoreflexivos, autónomos. En fin,  todo esto se nos vino encima, y lo aprendimos en el camino, es decir, allá; pues, cuando recién comenzamos con el tema de las postulaciones, sólo intuiciones, vagas esperanzas, secretos miedos (de dejar la seguridad, nuestra gente, nuestro departamento y calles), nos embargaban.

Avanzada la estadía (y las tesis), me atreví a escribir una historia para un concurso de cuentos de la Universidad. Como nunca lo había hecho, y me daba mucho pudor, me inventé un pseudónimo (Juana), y conté nuestra historia a través de una joven soltera (Catalina) que debía decidirse a emprender un viaje de estudio en poco tiempo, y enfrentarse a preguntas que nunca pensó se haría… Saqué segundo lugar en el concurso, y creo fueron 400 euros los que me eché al bolsillo (no lo recuerdo bien), más un cuaderno hermoso que todavía tengo en blanco. Pero más que los premios, lo importante fue haberme lanzado a la experiencia de la escritura autobiográfica, en cuanto las preguntas de Catalina fueron mis propias preguntas existenciales… Pues bien, los invito a leer el cuento, es ficción, no estudié economía ni mucho menos y nuestro dpto. medía un poco más de lo que se exhibe, pero no se queden con ello… sino con la hermosa experiencia de tomar desafíos, de abrirse a un destino no escrito, aunque sea a través de cosas sencillas, conquistadas cada día.



23

Aquella tarde tenía que tomar la decisión. No me quedaba mucho tiempo. La hora había avanzado más rauda que nunca. La idea ya estaba clara y cada argumento sigilosamente estudiado. Los beneficios, los costos, las ganancias y las pérdidas ya habían sido calculadas, pues, cómo no, casi cinco años en Economía no dejan de marcarla a una, después de todo. Me voy o no me voy, me voy o no me voy. Había preparado muchas veces las maletas, había tomado muchas más el autobús o, en el último tiempo, el avión; pero aquella travesía era diferente, se trataba de renunciar a mi trabajo, de despedirme de los míos, de dejar mi hermoso cuchitril con cada uno de sus rincones y detalles que le avivan y distinguen; y mis plantas, y mis discos… ¡oh!…  Y sólo tenía 23 kilos para llevar, ¡sólo 23!

Lo otro era decírselo a mis padres. Si ni siquiera se han enterado de que postulé a una beca; pues, claro, para qué les iba a amargar, si todavía no les agotaba pavonear del trabajo que había conseguido la pequeña Catita en la mejor empresa de la ciudad; además, las posibilidades de adjudicarme la beca eran prácticamente nulas. La verdad es que no sé para qué postulé, si ni siquiera lo había pensado mayormente. De aquel día aún recuerdo las palabras de mi jefe:

–Catalina, ¿has visto la convocatoria para las becas del Ministerio de Planificación? –me comentó en un desayuno de trabajo. Y agregó, moviendo negativamente la cabeza–: No me digas que no las has visto.
–No, no la he visto –respondí, hundiéndome en mi escaño– ¿ya están abiertas? ¿Tan pronto? –pregunté.
–Sí –añadió– lo vi en el periódico el fin de semana. Acuérdate que las clases en Europa comienzan al revés nuestro. Yo que tú lo pienso rápido, pues hay muchos documentos que reunir.

No lo voy a negar, en ese momento se me vino a la mente la torre Eiffel, la puerta de Brandemburgo, Notre Dame, San Pedro, el Big Ben, Guernica, la Acrópolis, y no sé porqué hasta la Muralla China…ja ja ja ja, si ahora que lo pienso, casi como mandato del jefe, y como si se tratara de una solicitud de una agencia de viajes, llené cada uno de los papeles de la beca sin darle mayores vueltas en mi cabeza.

“Para qué, para qué, Catalina, en qué te estás metiendo” –recuerdo haberme preguntado– Y, bueno, “para estudiar” –me contesté. “Una licenciatura hoy en día no es gran cosa, así que hay que hacerlo”. Aquel escueto repaso mental fue el único que elaboré en todo aquel mes en el que me dediqué a reunir papeles y escribir proyectos de investigación, con tal de postular a alguna universidad extranjera, ojalá de habla hispana, pues nunca se me han dado bien los idiomas. Pero de ello no proferí ni una sola palabra, aquel pensamiento quedó como anclado en mi mente hasta que, seis meses después de apretar el Enter al envío de mi postulación, me llama el mismo jefe que me incitó a postular, para darme una muy buena noticia: “Has quedado seleccionada a la Beca de estudios de posgrados internacional del Ministerio de Planificación del Gobierno de Chile”… Plop.

Ese es el momento en que cualquier candidato a esa demandada beca salta, grita, llora de emoción; telefonea a familiares y amigos; lo publica en Facebook y en el diario si hace falta; y hace una gran fiesta para celebrarlo. Yo, en cambio, aquella madrugada (pues siempre los resultados aparecen a última hora, del último plazo, del periodo final), me tiré a la cama a meditar. Yo no sé si esto da para decir que ha sido una “situación límite de mi existencia”, pero recuerdo que aquella alborada pensaba en Jasper y me preguntaba si debía quedarme vencida en mi lecho, para toda la vida, o dar el “gran salto”. Pero, salto hacia dónde, si ni siquiera sabía bien donde quedaba aquella universidad europea a la que había postulado… Ni siquiera estaba cierta de que hablaran castellano, aunque según el último mapa de la National Geographic la situaba en España, pero yo incluso dudaba si es que efectivamente era así o si saldría en la próxima edición aquello como una errata. Muy buena en Economía será, pero ¿si no entendía nada?

Han pasado 23 días y ya no queda tiempo para contestar, quedan tan sólo... ¡Jesús! ¡23 minutos! Catalina, Catalina, quizá no sea tan complicado embalar tus pilchas y partir; y a los papás les dices simplemente que se trata de un añito, y cuando ya se hayan acostumbrado a la idea le vas sumando uno tras otro. No será tanto tiempo tampoco, o ¿sí? Pero ahora no pienses en eso.

Está bien. Lo de los papás está solucionado, lo del lugar también (pues la universidad quedaba precisamente a minutos del sexto lugar que se me vino a la mente aquella mañana de desayuno con el jefe), ahora tan sólo quedaba la maleta, mis cosas; los 23 metros y los 23 kilos.

Lo cierto es que ya no me quedan 23 minutos, y no me di ni cuenta; no me doy cuenta cómo pasa el tiempo. Ya no tengo tampoco 23 años. Qué más da, que el salto sea sin kilos y sin metro, y por supuesto sin 23. Me voy vacía, pego el salto.

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